x Carlo Frabetti - La Haine Puede que el cristianismo, entendido en un sentido muy amplio (en ese amplio sentido que le permite a un Fidel Castro decir “Yo soy cristiano en lo social”), sea una religión del amor (“una”, en todo caso, no “la”: las hay anteriores y mejores). Pero el catolicismo ortodoxo es, obviamente, una religión del odio. Obviamente, sí, aunque algunos, mediante una acrobacia mental que raya en el delirio, se nieguen a verlo. Y aunque muchos católicos de buena voluntad sean herejes sin saberlo. Pues para un católico ortodoxo es dogma de fe que existe un infierno donde los ángeles caídos y los hombres muertos en pecado mortal penarán eternamente. Y solo desde el odio más feroz y obtuso se puede aceptar la posibilidad de un castigo eterno y pretender, además, hacerla compatible con la idea de un Dios justo y misericordioso. Dicho sin ambages: para creer en el infierno hay que ser un descerebrado o una mala persona, y preferentemente ambas cosas a la vez.
Al igual que la seudoizquierda tergiversa el marxismo y lo pone, en versión degradada, al servicio del sistema, la Iglesia Católica Apostólica Romana (ICAR) tergiversa el cristianismo, le reincorpora la brutal ideología patriarcal judaica (con la que Cristo rompió) y lo convierte en un instrumento de dominación. Y por eso la ICAR necesita el infierno. Un castigo finito y situado en otro plano de realidad sería poco eficaz como espantajo disuasorio, es decir, como medida de control; cualquier castigo pasajero, frente a una posterior eternidad de bienaventuranza, se volvería insignificante, infinitesimal. Y un infinitesimal, para que adquiera consistencia, hay que multiplicarlo por infinito.
Por lo tanto, el purgatorio no basta: algo tan etéreo y lejano como un castigo en el más allá no puede impresionar mucho a los pecadores si no es eterno. Es necesario un infierno definitivo con la terrible leyenda dantesca en la entrada: “Dejad toda esperanza los que entráis”. Solo hay un problema: un Dios justo y misericordioso no puede infligir un castigo infinito a un ser de responsabilidad finita, como es obvio para cualquiera que tenga dos dedos de frente; pero puesto que la religión judeocatólica no está pensada para personas con dos dedos de frente, el problema desaparece.
Y ni siquiera es necesario (aunque sí suficiente) hablar del infierno: la sangrienta historia de la ICAR es la más clara evidencia de que, lejos de ser una religión del amor, el judeocatolicismo es una religión del odio, la religión del odio por excelencia. Y no hace falta remontarse a las Cruzadas o a la “evangelización” de América o a la Inquisición: la historia reciente es igualmente inequívoca. Y por “historia reciente” podemos entender, sin ir más lejos, la de la semana pasada en Valencia. Al igual que José Antonio, y por las mismas razones, el Papa ha proclamado una vez más que la familia (patriarcal nuclear) es la célula de la sociedad (y lo ha hecho, dicho sea de paso, con una ostentación y un boato que es un insulto a los desposeídos del mundo y al propio concepto de pobreza cristiana).
Al igual que todos los totalitarismos, la ICAR manifiesta su horror y su aversión –su odio disfrazado de compasión- a lo diferente, a todo aquello que dificulta la homologación social y la dominación. No solo defiende a muerte la nefasta institución familiar (que por suerte empieza a dar signos de debilidad), sino que además pretende tener la marca registrada, el derecho en exclusiva sobre su denominación de origen. Los inquisidores ya no pueden quemar vivos a los y las homosexuales, como han hecho durante siglos, pero siguen negándoles los derechos más básicos, el derecho mismo a la existencia; ya no pueden condenarlos a la hoguera en el más acá, pero siguen condenándolos al fuego eterno en el más allá.
Nunca, ni siquiera de niño, me ha asustado el infierno. Lo que sí que me asusta, y mucho, es vivir rodeado de personas que creen en él.